miércoles, 25 de febrero de 2009

::¿adiós para siempre, faust-bal?::

Como cada dos años el tesoro público desciende unos miles de euros y estrenamos en el Teatro Real de Madrid una ópera española que dura una semana y media en cartel y que rarísima vez vuelve a sonar en ningún otro teatro o sala de grabación. Hacemos nuestra la pregunta que formulaba Jorge Fernández Guerra el año pasado en una de las mesas redondas de los Cursos de Verano de la UCM: “¿es este el camino?”... Lo cierto es que no lo creemos. En un teatro que funciona por temporada tradicional y en el que el sistema de abonos es tan notable seguimos apreciando en estos títulos contemporáneos una sala escasa en público que además ya no puede ni desertar en los intermedios que no existen. El montaje de estos títulos, por contra, suelen ser cuanto menos vistoso -espléndido en el caso del ideado por Joan Font de Els Comediants para Faust-bal- y ayuda a mantener la atención de un auditorio que, en términos generales, no entiende bien lo que se les quiere comunicar. Si de verdad se trata de creación contemporánea, de hacer ópera para un público del siglo XXI, no pensamos que un Teatro Real con forma de ataúd sea el lugar o el público adecuado.

Pero hablemos de Faust-bal, una ópera que ha agradado e incluso convencido a escépticos de la música contemporánea a merced de un evidente lirismo plagado de gestos propios del estilo (¿los estilos?) Balada y en la que tienen cabida desde felicísimos ballets a tiempo de vals a recreaciones acongojantes de lamentos madrigalistas. Muchos hemos recordado el convincente The Town of Greed de la Zarzuela de 2007, que ya discurría por este camino feliz de eclecticismo musical posmoderno, tan vistoso como impreciso. Aunque el propio músico insiste en uno de los artículos del libreto-programa de que Faust-bal tiene una música que sigue de cerca al drama expuesto por Arrabal no creemos que se haya pensado en ningún momento en un concepto del drama musical en el que ambas unidades se imbriquen en un todo. Al contrario: la música de Balada nos parece que se limita a remarcar emociones muy externas del libreto y fluye a un ritmo muy distinto al de la parte literaria. Arrabal ha vuelto a hacer de las suyas con una recreación alucinada y en clave feminista del manido mito de Fausto que, eso sí, hace aguas en un final de pretensiones megalómanas y teosóficas que no se toman muy en serio al terminar la función.

La ya citada regia de Font sobre “la poética de la crueldad” ha resultado ideal para dar color y volumen a una obra a la que no le negamos frescura y que estuvo brillantemente dirigida desde el foso por un implicadísimo López Cobos. Cuerpos estables de la casa (coros y orquesta) resultaron más que correctos en la ejecución junto a un cuerpo de baile ciertamente expresivo y que disfrutaba de cada paso sobre el escenario. Entre los solistas vocales cabría citar en primer lugar, por su espléndida intervención, a una Cecilia Díaz que rayó a gran altura en los momentos más cantabiles de Amazona. María Rodríguez disfrutó de su papel protagónico y la encontramos sorprendentemente precisa y aplicada en su poliédrico rol en lo vocal. El Dios de Stefano Palatchi, grave y cumplidor junto al elocuente Mefistófeles de Lauri Vasar hicieron sombra al protagonista masculino de la obra más femenina, el estridente Margarito de Eduardo Santamaría.

Y ahora, ¿qué se supone que hacemos con Faust-bal…?


Antes de que Fausto se conviertiese en Faustina, esto es, en Faust-bal

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